Con 11 años, para clase de Lengua y Literatura de 1º de Secundaria, mis compañeros y yo tuvimos que realizar una actividad en la que había que escribir un texto en defensa de los animales frente a los cazadores furtivos. Recuerdo ese día como si fuera ayer, ya que fue el primer relato que escribí, el que me metió el gusanillo, el que me empujó a llenar de historias muchas más páginas en blanco. La entonces profesora de Lengua me “amadrinó” y hoy en día tengo muchísimo que agradecerle.
Sin embargo, creía que el relato se había perdido entre los papeles, en las numerosas limpiezas que se han realizado en mi habitación desde entonces. No me acordaba de que se había publicado por aquel momento en la revista del colegio. Hoy se me ha encendido la bombilla y aquí os lo traigo.
Me hace muchísima ilusión haberlo recuperado. Es ingenuo, infantil, facilón y con muchas faltas de redacción (que no he querido corregir, para mantenerlo como se escribió a mis 11 años), pero es mi primer relato. Desde entonces he aprendido mucho, he evolucionado y he cambiado mi manera de escribir, pero siempre está bien tener presente nuestros orígenes.
Espero que lo disfrutéis.
MI OSO
Un día estaba paseando por la sierra de mi pueblo. Escuché unos gemidos que captaron mi atención y fui a ver lo que pasaba. Cuando llegué al lugar de donde provenía el sonido, encontré una gran osa tumbada en el suelo sin vida, con signos de disparos de cazadores furtivos y, a su lado, un pequeño osezno gimiendo.
Eran osos pardos, lo cual me preocupó, porque me había parecido escuchar alguna ves que se estaban extinguiendo. Al ver aquella trágica escena, lo primero que se me vino a la cabeza fue llevarlo a mi casa, pero lo único que conseguiría con ello sería privarlo de su bonita libertad. Así que estuve un rato con él y marché hacia mi casa. No se lo conté a nadie. Al día siguiente, no estando muy segura de que siguiera allí, volví al sitio del día anterior.
¡Allí estaba!
Se acercó con desconfianza a mí y me estuvo olfateando un rato. Cuando cogió confianza, estuvimos jugando toda la tarde hasta que empezó a oscurecer, y me fui.
Pasaron los meses y llegó el invierno. Como los osos hibernan, me dio pena y me preocupó que no supiera defenderse del duro frío del invierno, y tomé la decisión de llevármelo a mi casa. Por supuesto, mis padres no se podían enterar.
La primera vez lo escondí en el establo debajo de la paja, fácilmente puesto que ya había comenzado su hibernación. En este tiempo estuve preparando, en mi cuarto, debajo de mi cama un doble fondo, para que no se notase nada.
Pasó el invierno y, una mañana clara de primavera, noté unos ruidos debajo del colchón. ¡Cómo había crecido! Ya ni lo podía sostener en brazos. Aquella misma tarde lo llevé al bosque y, como siempre, cuando atardeció me despedí de él. Esa misma noche no paré de pensar en qué debía hacer, ya que mi osito no era tan pequeño. Me puse a hacerle un collar con mi nombre y ese sería mi último regalo. A la mañana siguiente lo llevaría lejos y no dejaría que me siguiera, para que viviera ya como un oso adulto.
Muy de mañana, me encaminé hacia su cueva y lo llevé lejos. Me inundaba la tristeza, pero sabía que era lo mejor para él. Al llegar a un sitio que me pareció bastante lejano, le puse el collar y le abracé como nunca lo había hecho. Le dije adiós, pero antes estuve jugando con él, disfrutando de los últimos momentos.
Lo solté y se fue alejando pero, de vez en cuando, miraba hacia atrás y soltaba un pequeño y triste quejido.
Volví a mi casa y, durante unos años, seguí con mi vida como si nada hubiera pasado, pero dentro de mi corazón estaba él: mi compañero de tardes de otoño, primavera y verano. Había sido el mejor amigo que nunca había tenido y lo sería siempre.
Un día estaba viendo las noticias; habían encontrado una pareja de osos, los cuales habían tenido una camada de oseznos que podrían salvar la especie. El macho tenía alrededor del cuello una pequeña cinta o collar en la que ponía un nombre: Almudena.
En ese momento supe que había hecho lo correcto.
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