¿Recuerdas que, al principio, te decía que me hacías sentir una niña pequeña cuando estaba a tu lado?
Ya no pasa eso. No tengo la misma sensación que hace un año, pero sí hay algo que me recuerda a aquello: a una ilusión infantil, a una magia que hacía que se me erizara el vello cada vez que me cogías de la mano, algo especial que se cruzaba entre nosotros con nuestras miradas.
Ya no es así.
Ahora te miro y pienso todo lo que ha pasado en un año, todo lo que hemos vivido, todo lo que he aprendido de ti y contigo. Y eso me hace darme cuenta de qué ha cambiado, y no han sido los sentimientos ni las circunstancias, aunque también, pero no es lo importante. Los que hemos cambiado hemos sido tú y yo. Yo he madurado, tu también. Ya no me haces sentir una niña pequeña cuando te tengo a mi lado, ahora te miro y te quiero. Y lo sé porque he crecido contigo.
La relación ha cambiado.
Ahora me gusta cuando te tiendes en la cama a mi lado y dejas que apoye mi cabeza sobre tu pecho. Siento tu respiración, siento que estás vivo, te siento a ti. Y lo mejor es que estas conmigo y me siento privilegiada por ello.
Me encanta mirarte cuando duermes a mi lado, me gusta observarte cuando piensas que no lo hago.
Quiero que sepas que ahora que he crecido, te vuelvo a elegir a ti, como aquel noviembre en que puse mis esperanzas de niña en un escalón de calle San Agustín.
Qué cursis podemos llegar a ser a los 16 años. O, al menos, yo.
Nada cursi
Habría que definir cursi. A mí me parece una estupenda narración —solventando algún problemilla de repeticiones nada grave—. Es un relato de cómo se madura: ideal para jóvenes, ideal para adultos. Además, en el amor muestra el paso de fuegos artificiales a fuego viejo de encina —que no es eterno, pero sí duradero—. Y sobre todo insinúa que lo divertido es acostarte con tu amor, lo bonito es levantarte con él.