Demasiado fea para ser tan borde

Raro era el día que no cayese una cerveza después de clase. Ciudad nueva, compañeros nuevos, aires nuevos y calles nuevas. Calles que, a esa hora, ya estaban prácticamente vacías. Sin embargo, Raquel tenía la suerte de vivir bastante cerca de la universidad y tardaría poco en llegar a casa.

Caminaba sonriendo por alguna broma sin sentido de aquella noche. Ese año había conocido a un grupo de gente con el que reír era, prácticamente, lo único que hacía. Además, Raquel era muy dada a repasar una y otra vez momentos vividos, así que ya había tomado como habitual que la gente la mirase por la calle mientras se le escapaba alguna carcajada repentina e incontenible. Todo, pues, podría decirse que entraba dentro de la normalidad.

Toda normalidad también incluía que, al detenerse un coche junto a ella en un semáforo, escuchara:

—¡Eh tú, guapa! ¿Quieres venir a una fiesta? ¡La que te da esta!— Seguido de algo similar a una ovación.

Raquel observó a un muchacho sentado en el asiento del copiloto que se llevaba la mano a su entrepierna mientras disfrutaba del minuto de gloria que su comentario le había dado. Con la mayor expresión de asco que su cara podía ofrecer, la chica le dedicó un elocuente gesto de su dedo corazón.

—¡Serás puta! ¡Anda zorra, que con lo gorda que estás ya podrías agradecerme que te dirija la palabra! ¿Sabes? Demasiado fea para ser tan borde — Añadió con desprecio. Y más risas.

Nada excesivamente extraño, en realidad.

Pero Raquel no había previsto la ira que le recorrería desde los pies a la cabeza esa noche, como una descarga eléctrica de adrenalina y odio que tendría que soltar de alguna forma. No se le ocurrió mejor manera de hacerlo que acercándose a la ventana de dicho coche.

En ocasiones, la gota que colma el vaso aparece sin avisar y es difícil controlar el derrame.

—¿Qué quieres, imbécil?— Escupió.

Raquel tampoco pudo prever en ese momento que la puerta trasera se abriría, cuatro manos la inmovilizarían y, mientras intentaba zafarse en una calle vacía, la introducirían en aquel coche que arrancó sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo.

En un instante, todo en aquella avenida volvió a quedar silencioso y sosegado.

Y esto ocurrió a, exactamente, tres minutos caminando desde su casa.

(lee la 2ª parte)

El tiempo de Oreo

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Lo malo de los animales es que viven menos que nosotros. Lo peor es que ellos no son conscientes.

El amigo del revés

El amigo del revés

Juan tenía un amigo desde la infancia. Se llamaba Otto. Todos los días, cuando estaban en edad de ir a Primaria, caminaban juntos hacia la escuela. A Juan, Otto le parecía un chico divertido, aunque un tanto extraño.

La visita

La visita

Tenía la vista fijada en el suelo sin querer levantarla y encontrarse con sus ojos. Mirarlos era aceptar que no eran los mismos que vivían en sus recuerdos.

—Hueles a muerto. Más que de costumbre —fue lo único que acertó a decir él mientras abría la puerta para dejar que pasara dentro de casa.

Ganarse el salario

Ganarse el salario

El hombre, apoyado en la pared, miraba a través de un pequeño hueco que quedaba entre el cristal y la pesada contraventana de madera entornada. Cuando Lola la empujó para cerrarla, casi le pilla la nariz a su marido.

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