Donde el mar chocaba con el cielo

Recupero un relato que escribí con 15 años y lo veo tierno. Las preocupaciones, la forma de ver la vida, incluso los ideales, parece que no cambian. Pero, madre mía, si lo hacen. Es cursi, muy cursi, aun así, me recuerda momentos bonitos. Mucho más fáciles.


Todavía no sabía por qué había ido a parar allí. Bueno, en el fondo sí que lo sabía. Estaba muy mal, pero era mucho más que un dolor físico, aunque, en aquellos momentos, habría jurado que el pecho se le iba a partir por la mitad de aquella desesperación que ocupaba más que cualquier otro sentimiento.

No estaba llorando, ya había llorado lo suficiente hacía unos días, cuando comenzó todo, cuando fue tan sumamente tonta de caer en aquel error, cuando tomó la decisión de decirle la verdad.

¿Cómo había podido hacerle eso? Y más aún, ¿cómo había sido capaz de hacerlo con la persona que ella sabía que más le iba a afectar?

Siempre había pensado que un beso solo era un beso… Y quizá lo hubiera sido con otra persona, pero no con su mejor amigo.

Sacudió la cabeza entre sus manos en un vano intento de sacar todos aquellos remordimientos de su cabeza. Miró hacia el horizonte, donde el mar chocaba con el cielo. Tanta inmensidad la desconcertaba. Se sentía tan pequeña, con lo insignificante que era aquel problema para un mundo tan grande y tan lleno de gente… Pero había sido tan estúpida al pensar que un simple error tendría solución…

La arena crujía bajo sus pasos y ella ya estaba cansada de andar por la playa sin rumbo así que se sentó en la arena y rodeó sus piernas con los brazos.

Parecía increíble que ahora, cada vez que caminaba por la calle, todas las parejas quisieran restregarle por la cara su felicidad. Así que decidió irse al lugar más apartado de la ciudad, donde no hubiera nadie más que ella y, así, intentar poner en orden sus pensamientos. Aunque ahora no estaba muy segura de que aquel sitio hubiera sido la decisión adecuada, sobre todo porque la última vez que había estado a solas con Pablo, la tarde en la que él dio por terminada su relación, había sido allí. Sin embargo, el sonido del mar la tranquilizaba, las olas hacían que su respiración fuera más lenta, y eso ayudaba a que el dolor del pecho cediera un poco.

El sol ya se estaba poniendo al Oeste pero le importaba poco. En los chiringuitos del paseo marítimo empezaba a haber el bullicio característico de las noches de verano. Podía escuchar los gritos alegres de los jóvenes entrando en la arena y algunos que se acercaban un poco más a la orilla para hacer fotos al atardecer. Esa noche era especialmente bonita, pero era incapaz de apreciarlo como lo hubiera hecho cualquier otro día. Estaba tan metida en sus pensamientos que no escuchó los pasos de una persona que se le acercaba por la espalda hasta que no estuvo realmente cerca de ella y vio su sombra a su izquierda. No le prestó mucha atención. No pensó que, quien quiera que fuese, estuviera buscándola a ella.

—Lucía… Te perdono.

La voz de Pablo había sonado tan cerca de su oído que habría pegado un salto si no estuviera completamente paralizada. Aun así, giró la cabeza para encontrarse directamente con los ojos húmedos del chico clavados en los suyos. No lo podía creer. Estuvo tentada de pellizcarse para comprobar que aquello no era más que un bello sueño que se convertiría en pesadilla nada más despertar. Pero no lo era, estaba segura, y tampoco se merecía aquella segunda oportunidad.

—Pero, ¿por qué?

Cada vez entendía menos todo lo que estaba pasando. Pero la mirada de Pablo la atravesaba… Estaba tan llena de sensaciones, que era imposible mantenerla sin quedarse turbado por aquella fuerza

—Porque te quiero.

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Lo malo de los animales es que viven menos que nosotros. Lo peor es que ellos no son conscientes.

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Juan tenía un amigo desde la infancia. Se llamaba Otto. Todos los días, cuando estaban en edad de ir a Primaria, caminaban juntos hacia la escuela. A Juan, Otto le parecía un chico divertido, aunque un tanto extraño.

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Tenía la vista fijada en el suelo sin querer levantarla y encontrarse con sus ojos. Mirarlos era aceptar que no eran los mismos que vivían en sus recuerdos.

—Hueles a muerto. Más que de costumbre —fue lo único que acertó a decir él mientras abría la puerta para dejar que pasara dentro de casa.

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El hombre, apoyado en la pared, miraba a través de un pequeño hueco que quedaba entre el cristal y la pesada contraventana de madera entornada. Cuando Lola la empujó para cerrarla, casi le pilla la nariz a su marido.

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