Escribir por escribir: El secreto de Lucía

Silencio. Eso era todo lo que reinaba en aquella kilométrica casa en cuyo pasillo “podían correr caballos”, como diría la abuela. Las habitaciones, gigantescas, más parecían decorados de un decadente teatro dentro de aquella soledad. Los muebles, de tanto en tanto, crujían desperezándose, aprovechando esa soledad momentánea, tan preciada por ser inusual. Alfombras, en algún momento coloridas, abrigaban el frío suelo de mármol creando una ilusión de continuidad en las estancias. Y encima de una de ellas, tumbada, mirando el altísimo techo, estaba Lucía perdida en una de sus tantas historias. Esperando.

Cinco, diez, quince minutos. Había calculado que aquellos serían suficientes para que nadie volviera por un desafortunado olvido.

Lucía rodó sobre sí misma, quedándose boca abajo, oliendo aquella tela limpia pero avejentada. Inspiró, espiró y, de un salto, se puso en pie y corrió con pasos ágiles pero pequeños hasta el mueble del fondo del corredor. Una brillante llave dorada sobresalía de una de sus puertas. Lucía la sacó con cuidado y voló en círculos mientras tarareaba, alegremente, pero muy bajito:

«Dulce voz, ven a mí, haz que el alma recuerde. Oigo aún cuanto oí, una vez en diciembre. ¿Quién me abraza con amor? Veo prados alrededor. Esa gente tan feliz, son sombras para mí.»

Entonces se hizo la magia. Las paredes se cubrieron de papel adamascado, los techos se elevaron hasta alturas vertiginosas y las paredes se separaron. Ya nada parecía antiguo, todo brillaba y relucía como en aquellas recreaciones de las pinturas murales egipcias. Rojo, azul intenso, amarillo, verde, naranja. Cualquier color se veía en el punto de saturación de un recién sacado de fábrica.

Lucía sabía un secreto que no sabía nadie más. Esa llave no era una llave normal. Era una llave de las que abren todas las puertas. Bueno, quizá todas no, pero muchas sí. Y, si no muchas, las más importantes. ¿Que cómo lo descubrió? No lo podía recordar con claridad, aunque siempre le gustó probar cosas. Nunca se sabía qué clase de combinación podía crear algo nuevo. Pero también era muy consciente de que la magia tiene sus rituales y que la llave solo funcionaría si se creaba un ambiente en el que se sintiera cómoda.

Con suavidad, y sin dejar de tararear, Lucía la introdujo en la puerta de un armario que ocupaba toda una pared. Los mayores decían que era madera de raíz, pero ella no entendía cómo se podía sacar de una raíz tanta madera. Cuando escuchó un «clic», calló y la habitación volvió a quedar sumida en esa tenue claridad característica de las persianas medio bajadas.

Abrió, con un leve gemido de los goznes, la hoja y, con un pequeño empujón, se subió en lo alto de la balda del armario. Entonces tiró de la puerta hacia ella y la oscuridad la rodeó. Cerró los ojos y se dejó llevar por un olor muy conocido que, acompañado por el frufrú de las telas, serviría de llamada.

Entonces alguien le hizo cosquillitas en la espalda, le cantó su canción favorita y le dejó fingir que dormía sobre su regazo.

Cinco, diez, quince minutos.

O, quizá, más.

Lucía abrió los ojos y se encontró acostada en su cama, con las mantas remetidas con fuerza. Su abuela debía de haberla llevado allí a dormir. Todavía tenía la llave apretada en la palma de su mano derecha. Con mucho cuidado, salió de la habitación al pasillo y volvió a dejarla en su lugar. Como una llave normal y corriente, sin nada que esconder, tan inocente como cualquier otra.

Sin embargo, Lucía tenía mucho sueño y pensó que no ocurriría nada si volvía a meterse en la cama un ratito más.

En el salón, al otro lado del pasillo donde podrían correr caballos, dos voces femeninas reían.

—¿Cuándo piensas preguntarle a la niña cómo entra en un armario cerrado?

—Déjala, sólo va allí a dormir. La echa de menos.

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