La educación de los niños no puede ser un negocio

(Originalmente publicado en: Blog de Profesor-Tus Clases Particulares)

Nunca me gustaron los niños, hasta que empecé a llamarlos “mis niños”.

Hay un momento en la relación profesor-alumno, en el que te das cuenta de que realmente te importa que a ese niño le vaya bien, y no ya porque saque buenas notas, sino porque sea feliz. Pensar que, después de tantas horas juntos, el profesor se va a casa y se olvida del alumno es casi absurdo.

Recuerdo mi experiencia cuando estuve trabajando en la academia. Me llamaron a finales de septiembre para comenzar a trabajar en octubre. Estaba nerviosísima. No es lo mismo enfrentarse en un tú a tú con un alumno, que hacerlo con diez o doce adolescentes a la vez, cada uno con su carácter, además de hartos porque están cansados de llevar todo el día en el colegio y, después, continuar estudiando y haciendo deberes.

Me hicieron toda clase de pruebas; de Inglés, de Lengua, de Matemáticas… De todo. La de Matemáticas duró unas dos horas y media porque no me permitían utilizar calculadora para resolver divisiones de cuatro dígitos. Cuando salí de aquel examen, le dije a Maribel, la directora: “Lo dejo. No me interesa el trabajo”. Estaba agotada y, además, me parecía tremendo. ¿Qué sentido tenía ponerme a dividir y multiplicar sin calculadora durante horas? ¿No sería mejor que me vieran dando una clase, comprobando si mis explicaciones eran comprensibles?

Me pidieron que, por favor, aceptara y me quedara. Les dije que sí, pero que no iba a hacer más pruebas.

El contrato, según me comentó Maribel, iba a ser de cuatro horas a la semana, pero trabajando diez. Me pagarían en negro. Tenía que ir una hora antes todos los días alí para preparar las clases e imprimir los materiales, aunque, claro está, esa hora no me la pagarían.

No tengo ni idea de por qué acepté. Ahora, con perspectiva, supongo que me atraía el hecho de tener mi primer contrato-basura (por entonces, aún no sabía que iría encadenándolos hasta hoy) y de poder decir que tenía experiencia en una academia. Un nuevo reto siempre me ha llamado la atención. Ponerme a prueba y demostrarme que soy capaz, me atrae.

Comencé en octubre y tenía una clase de diez alumnos de primero y segundo de E.S.O. de colegios diferentes, con asignaturas diferentes y libros distintos. Un caos. Pero bueno, ahí estaba yo, haciendo lo que podía con los 6 minutos que me salían a repartir para cada niño en una hora. A veces, Maribel me traía niños de otras clases, más pequeños o mayores que mis alumnos habituales, porque sí. Y punto. Así que había ocasiones en las que me veía con quince niños absolutamente desmadrados, gritando: “¡Profe, profe, ven porfa!”.

Y de pensar en ellos como una jauría de bestias, acabé llamándoles “mis niños”.

Un día, me llamó Maribel y me dijo que había una madre MUY ENFADADA porque su hijo había llevado un ejercicio hecho conmigo a clase y estaba mal. No sé si os acordaréis de esto, el caso es que en Matemáticas, hay profesores que permiten dejar los resultados con exponente negativo (2^-3) y otros que prefieren que el resultado quede como una fracción de base con exponente positivo (1/2^3). Resumiendo, podemos decir que 2^-3=1/2^3

Después de preguntarle al alumno cómo prefería su profesor que lo hiciera y éste contestarme que no tenía ni pajolera idea, le recomendé que no dejase el exponente negativo, es decir, que optara por la segunda opción.

El profesor, sin embargo, no pensaba así y el niño, en vez de ir a hablar con él y entender que, realmente, su resultado sí era correcto, fue a decirle a su madre que yo le había hecho mal el problema. (Llegados a este punto, también podríamos hablar de si interesa más que el alumno lleve el problema hecho o, por el contrario, entienda lo que está haciendo.)

Allí me vi, dándole una clase de Matemáticas a una madre que tampoco estaba muy por la labor de entender, para acabar sacando finalmente a su hijo de la academia.

Hablé con Maribel, se lo expliqué todo, pero ya ni siquiera se esforzaba en esbozar esa sonrisa falsa que ponía al saludarme.

Volvamos a mi clase. En ella había dos niños especialmente vulnerables. Uno de ellos estaba en primero de Secundaria y no se sabía las tablas de multiplicar. (Aquí podríamos tratar el tema de cómo es posible que sucedan estas cosas.) Otro niño, que me traía a veces dibujos que aún tengo guardados, tenía un claro problema de socialización y desarrollo. Uno de mis mejores días fue cuando se me acercó su madre y me dijo: “Rocío, muchas gracias por todo. Desde que tú le das clase, tiene ganas de venir a la academia.”

Hablé con Maribel y le pedí que, por favor, ya que no me dejaba tener contacto directo con los padres para hablar de sus hijos, les dijera ella que, al menos esos dos niños, necesitaban un seguimiento más personal e intensivo; que yo podía quedarme con ellos unas horas más en clases particulares (servicio que la academia ofertaba) aunque, claro, ella sabía que tendría que pagármelas (aunque fuera en negro).

Maribel sacó de mi clase a cada niño una vez para darles ella una clase particular. Una vez. Nunca más.

Llegó la Navidad y con ella los lloros. Los lloros de los niños y la ira de los padres. “¿Cómo puede ser que mi hijo, que se pasa aquí todos los días, con el gasto que ello conlleva, haya suspendido asignaturas?”.

Pues mire, señor padre, resulta que esta academia está llevada por personas a las que sus hijos les importan bastante poco o nada. Lo mismo podría haber abierto una panadería o un sitio de fotocopias, y, al menos, no estaría jugando con el futuro de una generación ni con la confianza de sus familias.

Si queréis saber cómo acabó la historia, fui a decírle a Maribel que ella podía pagarme b, defraudar a hacienda, explotarme, pero lo que no iba a consetir era no poder hacer bien mi trabajo porque ella no me dejara.

Un 28 de diciembre me llamó para decirme que ya no requería de mis servicios, menuda inocentada.

Y después de amenazarle con llevarle una inspección de trabajo, mis compañeros me llamaron y me dijeron que les había legalizado los contratos.

Bueno, al final eso que nos llevamos.

Eso sí, Maribel, con el contrato que tenía, aún me debes dos días y medio de vacaciones, que lo sepas.

Espero que “mis niños” acabaran encontrando a alguien que también los llame así.

El tiempo de Oreo

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Lo malo de los animales es que viven menos que nosotros. Lo peor es que ellos no son conscientes.

El amigo del revés

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Juan tenía un amigo desde la infancia. Se llamaba Otto. Todos los días, cuando estaban en edad de ir a Primaria, caminaban juntos hacia la escuela. A Juan, Otto le parecía un chico divertido, aunque un tanto extraño.

La visita

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Tenía la vista fijada en el suelo sin querer levantarla y encontrarse con sus ojos. Mirarlos era aceptar que no eran los mismos que vivían en sus recuerdos.

—Hueles a muerto. Más que de costumbre —fue lo único que acertó a decir él mientras abría la puerta para dejar que pasara dentro de casa.

Ganarse el salario

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El hombre, apoyado en la pared, miraba a través de un pequeño hueco que quedaba entre el cristal y la pesada contraventana de madera entornada. Cuando Lola la empujó para cerrarla, casi le pilla la nariz a su marido.

1 Comentario

  1. torpeyvago

    Iba a comentar algo, pero sólo me has dejado darte la razón totalmente, y aquí me quedo asintiendo por gestos a la pantalla del ordenador. —También tuve alguna experiencia de esta entidad.—

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