La visita

Tenía la vista fijada en el suelo sin querer levantarla y encontrarse con sus ojos. Mirarlos era aceptar que no eran los mismos que vivían en sus recuerdos.

—Hueles a muerto. Más que de costumbre —fue lo único que acertó a decir él mientras abría la puerta para dejar que pasara dentro de casa.

—Te sorprende —dijo ella.

—Supongo que no vienes solo a visitarme, no creo que me hayas echado de menos.

—Algo bueno debía tener la incapacidad de sentir.

Se sentaron en los sofás, como hacían antes, pero esta vez uno enfrente del otro. Ella le ofreció un cuchillo.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo—. Si eres rápido, no tardaré mucho en marcharme.

—Volverás. Una y otra vez, siempre a las nueve de la noche del cuatro de septiembre.

—Me parece poco precio teniendo en cuenta que tú estás vivo y yo no.

Por primera vez se sostuvieron la mirada.

—Vale, terminemos con esto —resopló el hombre mientras se levantaba y aceptaba el arma que la chica sostenía.

Con el cuchillo en la mano se acercó a ella. Sabía que tenía que hacerlo de la misma forma que entonces, si no se vería perseguido durante días, semanas e, incluso, meses por aquella monstruosidad que un día fue su mujer.

Primero hundió la hoja en lo que fue su estómago. Ella levantó la cara y lo miró con los ojos teñidos de una sorpresa triste y profunda, como hizo aquel día. Luego le rajó la garganta y apuñaló todo su cuerpo, los ojos, los brazos, el cuello, los muslos. Hasta cincuenta y tres puñaladas. Una detrás de otra, sin descanso. Al parar le dolía el brazo por tanto ejercicio, jadeaba de excitación.

—Sigues siendo igual de cerda —escupió mientras se enderezaba—. Puta feminista, hasta muerta tiene que venir a recordarme que los maltratadores nunca dejan de serlo.

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