Juan tenía un amigo desde la infancia. Se llamaba Otto. Todos los días, cuando estaban en edad de ir a Primaria, caminaban juntos hacia la escuela. A Juan, Otto le parecía un chico divertido, aunque un tanto extraño. Una de las cosas más evidentes que no hacía como el resto de la gente era su forma de caminar. Siempre lo hacía hacia atrás y además lo tenía descaradamente normalizado. Juan le preguntó un día el por qué de aquello, parecía incómodo.
—. Me ahorro sorpresas. mientras tú ves lo que hay delante de nosotros. Así puedo mirar mi espalda,
Al principio, Juan no lo notó, pero no tardó en darse cuenta de que andar no era lo único que hacía al revés. De hecho, todo lo hacía al contrario de lo habitual. Incluso al hablar, las frases tenían un orden sospechoso que a Juan le hacía reír.
Cuando Otto comía, por ejemplo, primero lavaba los platos que iba a utilizar, luego le echaba la comida y después los dejaba en el fregadero hasta la cena, en la que volvía a lavarlos y comenzaba todo el proceso. Lo bueno es que Otto nunca tenía en uso más de un par de platos y un vaso para el agua. Y, demás, sus padres eran comprensivos con las peculiaridades de su hijo, así que tampoco era muy problemático. También es verdad, que deshacía la cama antes de acostarse y al levantarse la dejaba perfecta.
Una de las cosas que mejor se le daba a Otto eran los exámenes de Matemáticas. Claro, como lo primero que hacía era escribir la solución y ya si eso rellenaba el proceso, era el que más rápido terminaba de toda la clase. Nunca existió examen tan difícil que Otto no fuera capaz de entregar antes de que sonara la campana. Y cuando lo entregaba, de pronto, se ponía nerviosísimo, salía del aula, sacaba todos los apuntes y se ponía a repasar el temario. La verdad es que estaba bien tener un compañero tan calmado, sobre todo, justo antes de las pruebas de acceso a la universidad a las que se presentaron juntos años después.
Cuando eran más pequeños, les dio una época por jugar a dar sustos al conserje de la entrada. Otto no servía tanto para eso como para los exámenes, porque primero daba el grito y luego se escondía. Era digno de verse. Al final, no era muy efectivo para dar sustos, pero un poco sí para dar miedo. Alfonso, el conserje, decidió empezar a evitarlo como si fuera un loco escapado de un sanatorio. Y, bueno, en el fondo, lo que conseguía era bastante semejante al objetivo inicial.
Tampoco Otto, por ejemplo, tenía mucha gracia contando los chistes. Eso sí, él se partía de risa y, gracias a Dios, por lo menos sus carcajadas eran contagiosas.
Lo que estuvo a punto de acabar con su amistad fue un tema muy concreto. Juan no podía soportar a Otto solo en un aspecto. Había algo en él que le ponía histérico. Alguna que otra vez, de hecho, le dieron ganas de abofetearle si no fuera porque, al ser natural que Otto se la devolviera, acababa recibiéndola Juan primero. Lo peor peorcísimo de Otto era su total incapacidad de no destripar el final de una película o libro antes incluso de decirle a Juan de cuál estaba hablando.
Con los años, sin embargo, ni siquiera eso fue un problema. Ambos aprendieron a dejar ciertas formas de arte fuera de sus conversaciones. Por eso, a Juan le costó mucho tiempo decirle a Otto que había decidido apostarlo todo a ser novelista.
Al final, Juan acabó convirtiéndose en un escritor de mapa. Sí, esos que tienen clarísimo cómo acaba la historia antes de saber siquiera el nombre de sus personajes. Y vendió mucho, la verdad. Todos los críticos decían de él que era increíble cómo cerraba las tramas y lo tenía todo atado.
Claro, fue así que todas sus novelas, las muchas que escribió, compartían la misma dedicatoria:
Que me enseñó que a veces la magia está al final del camino. Un gran amigo. para Otto,
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