Es temprano y hace mucho frío. En la ventana, la escarcha se amontona en las esquinas del cristal y comienzan a brillar contra la luz de un sol que todavía no ha salido. El hombre se da la vuelta bajo el perfecto calor del edredón. Al otro lado, le espera el tibio aliento de Oreo, que ya está despierto y preparado para el paseo de todas las mañanas. Hace solo tres años, Oreo todavía saltaba encima de él y lo despertaba lamiéndole la cara, dejándole las mejillas, los ojos y la boca llenos de baba. Entonces eso no le gustaba. Ahora quisiera que nunca hubiera dejado de ocurrir.
Saca los brazos por debajo del edredón y ayuda a Oreo a subirse al colchón con él. Solo unos minutos, antes de ponerse en marcha. Oreo se revuelve con dificultad hasta que encuentra una postura extrañamente humana, con la cabeza encima de la almohada y el cuerpo dentro de la cama. Él lo abraza por detrás, oliendo su gran cabeza de labrador negro, salpicada de algunas canas que nunca ha dejado de oler a pan recién hecho.
Él sabe que Oreo permitirá esa tregua quince minutos, ni uno más.
Y así es. Pasado un cuarto de hora, el perro se levanta, se sacude y salta de la cama. Luego, sale de la habitación y vuelve acompañado del sonido metálico que produce la correa arrastrándose por el suelo.
El hombre se sienta en la cama y se despereza.
—Venga, campeón, vamos a dar un paseo.
Mientras se levanta y se viste con la ropa del día anterior, Oreo sigue sus movimientos con la mirada, pero se mantiene sentado en el suelo, con la cadena en la boca, jadeando pesadamente de excitación.
Cinco minutos después, ambos salen del portal. El cielo ya está añil, pero las luces de las farolas aún no se han apagado y ambos expulsan un denso vaho por la boca.
El hombre lleva la cadena en la mano, hace mucho que no es necesaria, pero no ha perdido la costumbre. El perro camina delante, con un paso tranquilo. Desde hace dos años cojea, porque su cadera izquierda le falla. El veterinario dijo que no merecía la pena operarle a esas alturas, era un sufrimiento innecesario para él. Sin embargo, Oreo continúa hacia adelante, sabe perfectamente el camino. Sabe que unos metros más allá, cuando entren en el parque que hay a cuatro manzanas de su casa, el humano se sentará en un banco unos minutos. Antes, Oreo utilizaba ese tiempo para correr y buscar un palo que el hombre pudiera lanzar lo más lejos posible. Otras veces intentaba levantarlo del banco y provocar una suerte de pillapilla en el que siempre huía el animal.
Ya no es posible nada de eso. Desde el problema de Oreo en las patas traseras no es capaz de correr y el perro, en cambio, se tumba a los pies de su compañero humano, levantando una ceja cuando ve a alguien pasar alrededor de ellos.
—¿Jugamos?
Oreo entiende esa palabra perfectamente. Alza la cabeza sorprendido, con un rápido movimiento a pesar del cansancio. El hombre se levanta del banco y encuentra un palo perfecto, recto y sin nudos, a unos metros de distancia y lo lanza con fuerza.
—¡Vamos, campeón!
Oreo se levanta lo más rápido que puede, de pronto le apetece muchísimo jugar y correr. Pero cuando ha dado tres saltos se ve obligado a parar, las patas de atrás le duelen, y acaba yendo a paso lento a por el palo. Lo coge entre los dientes y, poquito a poco, vuelve a acercarse al hombre, que lo espera en el banco. Se sienta delante de sus piernas, aguardando el forcejeo fingido en el que le finalmente le quitará el palo y volverá a lanzarlo de nuevo. Sin ese teatrillo no sería tan divertido.
—Estás viejo, ¿eh?
Oreo ladea la cabeza, como en una pregunta silenciosa. Esa palabra no la ha aprendido.
—Vamos, campeón, volvamos a casa.
Oreo se levanta y, sin soltar el palo, se pone en marcha de vuelta. El hombre lo observa, en silencio, con un nudo en la garganta. Ya no es un cachorro, ya no corre, no salta y le cuesta horrores entrar en el juego. A veces, como aquella mañana, intenta egoístamente sacar de su compañero aquel animal juguetón que había sido, pero rápidamente se siente culpable por el dolor que le provoca al intentar jugar con él. El hombre no es viejo, no pasa de los cuarenta, y Oreo fue su primer compañero de piso, su compañero de aventuras, de viajes, de alegrías y de desamores. Pero Oreo, que hacía quince años era un bebé negro con unos ojos gigantes, ahora es un anciano. Ya no tiene que tirar de él para que no salga corriendo en la calle, ahora pasean a ritmo pausado. A Oreo no le queda mucho tiempo y, sin embargo, sigue demostrando unas ganas inmensas de vivir a su lado.
—Eh, Ori, ven chico.
El perro se detiene y mira hacia atrás. Su humano se ha agachado, lo que significa que quiere que se le acerque. Le rasca la cabeza, detrás de las colgantes orejas. Lo abraza.
—Te quiero mucho, campeón.
Oreo se deshace del abrazo, un poco agobiado.
El perro recupera el ritmo, siempre hacia adelante, con esa cojera que evidencia la edad del animal. En su inocencia, no es consciente de que sus momentos juntos están cerca de acabarse. No sabe que, cuando le da la espalda, su humano lo mira con una nostalgia adelantada, como quien sabe todo el dolor que le espera y quisiera poder detener el tiempo.
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