En negro y dorado

Hay veces en las que la rutina crece hasta conquistar los sonidos.

Llega al cuarto piso y el ascensor abre su puerta con las mismas dos notas desafinadas. Mete la llave en la cerradura con la velocidad de siempre, girando a un ritmo acompasado las cuatro vueltas de una puerta blindada. Dos pasos de tacón hacia el interior de una vivienda oscura, un suspiro al agacharse y deshacerse de ese tormento. Una patada para mandarlos rodando sobre el parqué a la esquina del recibidor. Una vuelta y un portazo.

Carmen ya está en casa después de un día agotador de trabajo. Ni más ni menos que el anterior, ni que el siguiente.

—Álvaro, ya estoy en casa —comenta al vacío.

Nadie contesta.

—¿Álvaro? ¿Hola?

Silencio.

—Álvaro, joder, ¿dónde estás? —repite asomando la cabeza a cada una de las habitaciones.

Al final del pasillo está el salón, al que Carmen llega prácticamente en carrera. Después de tanta oscuridad, la luz dorada de las siete de la tarde que entra en la habitación desde la terraza, le hace achinar los ojos.

—Pero ¿qué coño…?

Falta algo. Algo tan grande y tan normalizado que el propio salón parece ser de una casa diferente. El sofá no está. Alguien se lo ha llevado. Sin embargo, los platos sucios de la comida, el desayuno y la merienda de Álvaro se apilan, como todos los días, en la mesita que está delante de ese agujero que antes fue un sofá.

Es entonces cuando ve que la puerta de la terraza está entornada.

—Mierda, mierda, mierda. No, por favor… —masculla mientras corre hacia el balcón y, como por instinto, se asoma a la caída de cuatro pisos que hay hasta el suelo de la calle.

Todo normal. No hay ningún cuerpo desmembrado ni estampado sobre el asfalto.

Carmen hace un esfuerzo por relajar su respiración.

—Cariño, estoy aquí —susurra de pronto una voz a su izquierda.

Carmen se gira y ve a Álvaro tumbado en un sofá, ese mismo que falta en el salón, con los ojos cerrados mientras toma el sol, sonríe y le da una calada a un cigarro.

—¿Tú eres imbécil? ¿O entrenas? ¿O algo?

La expresión de Álvaro cambia por completo. Ahora mira a Carmen con una mezcla de culpabilidad y temor.

—Cariño, no… Yo, de verdad que lo siento. No quería…

Carmen se abalanza sobre él, le coge de las manos y con lágrimas en los ojos le suplica:

—No sabes el susto que me has dado. Por favor, no vuelvas a hacer algo así. Creía… Creí que…

—¿Qué pensabas?

Carmen resopla, como si no quisiera poner en palabras aquello que le ha cruzado por la mente.

—Ay, mi niña —dice Álvaro, con media carcajada, mientras la abraza— estoy bien. Es sólo que se me había olvidado lo bonitos que son los atardeceres con esta vista. De verdad, estoy bien —insiste—, no te tienes que preocupar —y la besa—. ¿Quieres? —dice ofreciéndole una calada.

Carmen acepta y se relaja, debajo del brazo de Álvaro, mientras piensa que tiene razón. Tampoco ella ha disfrutado de ningún atardecer de esos que compartían antes, allí en su terraza, en su casa, juntos.

Álvaro se acurruca con ella. Entre tanto, juguetea con un frasco de litio, cuyo tintineo suena menos siniestro a la luz de otro día que se va.

Más allá del azul

Más allá del azul

¡Hola a todos! Os dejo por aquí el relato con el que me he presentado al XIII Premio Joven de relato corto El Corte Inglés.

Los padres que odiaban a sus hijos

Los padres que odiaban a sus hijos

Hoy quiero hablar del tabú que supone la realidad de que no todos los padres quieren a sus hijos o, incluso, de que existen padres que odian a sus hijos, los utilizan y los machacan para su propio beneficio o egolatría.

2 Comentarios

  1. torpeyvago

    Deprimente, valga la redundancia. Y, por tanto, estupendo. Quiero decir, muy bien escrito.

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