La literatura puede ser espesa, barroca, intrincada y demostrar el obnubilante ingenio del un creador de mundos.
O puede ser simple, directa y transparente.
Hay gustos para todos los colores, y viceversa. Yo pasé por épocas, y de eso me doy cuenta ahora que soy capaz de analizar el estilo de cada autor que he leído y, por tanto, me ha influido como escritora.
Por ejemplo, a los once años empecé a leer a Laura Gallego y a Carlos Ruiz Zafón que tienen un estilo que ahora considero rebuscado, con mucha adjetivación y frases laaaarguísimas llenas de subordinadas. Entonces me gustaba eso y, obviamente, lo copiaba cuando escribía en un alarde de autocomplacencia. Mis amigas me decían que parecía un diccionario porque jugaba a aprender palabras rarísimas y utilizarlas en cuanto pudiese, aunque fuera con calzador. Imaginaos:
—Me encanta el olor que hay después de que llueva— decía Maripili.
—¿A que sí? El petricor me lleva a la ataraxia— contestaba yo, así como quien no quiere la cosa, mirando de reojo y con una satisfacción inmensa, casi condescendiente.
Luego se me pasó, por suerte, y dejé de ser ese espanto repipi y profundamente pedante. Eso, o que empecé a fingir que no lo era con más o menos talento.
Paralelamente descubrí autores como Jordi Sierra i Fabra o Michael Ende, cuyo estilo es muchísimo más sencillo y, por qué no, hasta coloquial. Por supuesto, Michael Ende dice que no escribe solo para niños, pero comprende a los niños en su público objetivo; y Jordi Sierra no se corta a la hora de incluir expresiones como “mierda” o “estoy hasta los cojones” en un intento de acercarse a la forma de hablar de los adolescentes, principales personajes en sus novelas.
Conforme ha ido pasando el tiempo, he tendido a aceptar e intentar adoptar con más ganas esta segunda opción. No por nada en especial, sino porque me parece mucho más natural y efectivo conseguir transmitir un mensaje con un lenguaje que pueda entender todo el mundo. Y, sobre todo, porque para mí escribir tiene que ser un placer y sé que soy mucho mejor escritora cuando no intento aparentar algo que no soy. Por eso me gusta tanto Kundera o me han llamado la atención poderosamente obras como Un Mundo Feliz o Los Renglones Torcidos de Dios pese a su lejanía en el tiempo.
Por eso (a riesgo de que me matéis), aunque me parecen genios a la hora de la argumentación o worldbuilding, no soporto el estilo de, por poner, los escritores rusos o Tolkien. Cuando me preguntan si me gusta Tolkien no sé qué contestar, porque el hecho es que, si pudiera elegir revivir a alguien para entrevistarlo, sería una de las personas que elegiría sin duda. Soy una fanática de su obra y me parece un personaje que ha cambiado la forma de entender la literatura y, en definitiva, la ficción. Pero, joder, juro que he intentado leer siete veces (sin exagerar) La Comunidad del Anillo y siempre lo dejo por el Pony Pisador. Cien páginas de arcaicismos y cultismos en el libro, veinte minutos de película. No puedo. Lo siento.
Para compensar, me veo todos los vídeos de Youtube de la gente que sí se los ha leído y tiene a bien explicarnos la obra a los que no nacimos con ese don.
Terminando, todo esto era en realidad una excusa para poneros este fragmento de Juan de Mairena en el que Machado lo explica mejor que yo:
—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa».
El alumno escribe lo que se le dicta.
—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle».
Mairena. —No está mal
Tienes razón. Acortar una larga explicación me lleva más tiempo que escribir un párrafo. Un saludo.
Bueno, no lo niego. Yo me suelo dar a la pedantería —que es el lado oscuro del barroquismo—. Y sí, me gustan Tolkien, Borges —mucho, muchísimo— muchos de los «rusos», de los hispanos de finales del XIX y principios del XX. Y no, no me gustan Ende —bueno, la «Historia interminable», sí—, Kundera, Saint-Exupéry. Y por contradecirme a mí mismo con mi mecanismo, sí que me gusta el genial y aparentemente sencillo lenguaje de Gloria Fuertes o Delibes.
Al final, no soy tan solo pedante: además soy incongruente. Pero ya me estoy medicando.
Escribir, literariamente, es comunicar bellamente. Para ello existen dos factores imprescindibles: la capacidad de comunicar, es decir, de ser comprensibles, y la capacidad de crear belleza y emocionar.
Se da un difícil equilibrio entre ambos, pero cuando se encuentra ese equilibrio el escritor es la persona más feliz del mundo.